Sálvese quien pueda

Tobi y los chicos malos del oeste



sábado, 31 de julio de 2010

EL TIO MALA UVA

El tío mala uva


El anterior artículo, “Una fiesta sin fraude”, me salió demasiado largo y dejé en el tintero algunas reflexiones concernientes a los espectadores de las corridas de toros.
Es muy cierto cuando dices, Alberto, que la gran mayoría de los asistentes a las corridas de toros son los neófitos (“turistas”, en el romaní taurófilo), que van a deleitarse con el colorido dramático de la Fiesta sin entender ni pío de lo que ocurre en la arena; o las mujeres, más interesadas en lucir sus atuendos de moda y en distinguir a sus conocidos de tendido a tendido. Hay, también, curiosos que se jactan de saber de toros y que dicen sandeces durante la lidia (por lo general vociferando), y estos mismos son quienes más critican a los toreros y les mezquinan los trofeos.
Hay, por cierto, una minoría docta de aficionados entendidos --después de muchos años de ver toros, por lo general desde la niñez-- que gozan con todos los detalles de la Fiesta, con sus rituales centenarios, desde la vista del albero al ingresar a los tendidos hasta el paseíllo y, por supuesto, con cada acción del toro y del torero durante la lidia al compás de los pasodobles, que llenan el aire de esa música taurina que hace de la Fiesta el más completo regalo sensorial que pueda haber, pues se añaden al color, a las formas de movimientos plásticos y al teatro-verdad, que es el drama de la vida y la muerte.
Pero hay otra minoría de asistentes al espectáculo, los menos deseados por el verdadero aficionado, que son los sádicos que no salen satisfechos de la corrida si no ha habido tragedia, es decir una cornada.

Aclaro. Para el aficionado de verdad la faena ideal es aquélla en la que aparece por el toril un animal poderoso, fiero y potencialmente letal, al que el torero burlará con maestría y gracia (aquí el verdadero deleite del aficionado: la técnica y la estética del toreo), y que, gracias a su bravura, se le concederá el indulto, es decir, regresará vivo a la dehesa a procrear otros toros bravos. El buen aficionado es el que más aboga ante el juez de la corrida para que se le perdone la vida a un toro. Verdad que estos toros, llamados "de bandera", son excepcionales, pero cada vez más frecuentes, pues gracias a la selección zootécnica ahora el animal tiene más bravura que antes. He ahí la artificialidad de la existencia del toro de lidia, pues la conducta habitual, natural, de todo animal es defensiva, o sea lo que en jerga taurina se denomina mansedumbre.

Volvamos a esa especie de individuos que se filtran en las plazas de toros para satisfacer sus más bajas pasiones,
Como he dicho antes, durante nuestra estadía en Barcelona, mi padre, Javier y yo, íbamos hasta cuatro veces por semana a la Monumental a ver corridas de toros y novilladas, y en cada una de esas ocasiones asistía también "el tío mala uva", que se sentaba muy cerca de nosotros en el mismo tendido. Cada vez que un picador era derribado por el toro y caía indefenso a sus pies, el sujeto este se ponía de pie, enardecido, y gritaba a todo pulmón:

-“¡Métele el cuerno por el ojo!”

O cuando resbalaba algún banderillero, el tipo vociferaba, siempre eufórico, mientras todos los demás estábamos alelados y deseándole bien al hombre a merced de la fiera:

-“¡Sácale las tripas!”

Era un hombrecito bajo y flaco, cabezón y de nariz larga y ganchuda, pálido y de gesto agrio, que no hablaba con nadie. Es decir, la viva imagen de uno de esos a quienes en España llaman gafes y que nosotros denominamos “piñas” o “salados” o “jettatores”.
Algunos vecinos nuestros en el tendido, con quienes, por fuerza de la costumbre de vernos y de compartir la misma pasión varios días a la semana, habíamos establecido una relación amistosa, cada vez que veían llegar al tipo amargado ese, siempre de terno y con un periódico en la mano (que hasta se permitía leer en plena faena de puro aburrido cuando no había un percance), murmuraban entre dientes:

-“¡Joder, ya llegó el tío mala uva! ¡Hostias, qué mala leche la de este gafe!”

Pero nunca nadie le recriminó nada, entre otras cosas porque la democracia en una plaza de toros casi como que antecede a la del ágora ateniense. Cada cual es libre de expresarse sin cortapisas, hasta los malvados.

Sí, es cierto que hay sádicos que van a los toros a resarcirse de las patadas que les da la vida y a deleitarse con las cornadas que el destino --en este caso disfrazado de toro-- propina a los otros. Pero son los menos, y no como dice Alberto, una mayoría ávida de sangre ajena.
Es más, en mi fuero interno siempre vi al “tío mala uva” como un antitaurino que iba a la plaza a hurrar por el toro.
Esto ha sido confirmado después cuando he escuchado y leído que ciertas personas se alegran las veces que el torero recibe una cornada y hasta cuando pierde la vida en el ruedo.
¿Eres tú uno de ellos, Alberto? ¿Y lo son los otros antitaurinos de tu misma laya?


Ignacio

jueves, 29 de julio de 2010

UNA FIESTA SIN FRAUDE

UNA FIESTA SIN FRAUDE



Está muy bien, Alberto, que expreses abiertamente tu posición antitaurina y hasta que celebres el inicio del ocaso de las corridas de toros en Cataluña. Llevas la voz cantante de muchos, pues los aficionados a los toros somos una minoría en vías de extinción.

Cierto que la tauromaquia es lo más reminiscente del circo romano en la civilización moderna; que es un espectáculo cruento (¡cómo negarlo!); que, como la denominas, es una pelea "asimétrica", pues se le hace un cargamontón de hombres y caballos al pobre toro, quien sólo cuenta con sus cuernos y es, después de todo, un participante involuntario (por lo menos "no consultado" para la lidia). Voy más allá: para muchos antitaurinos no puede haber arte cuando un hombre vestido con sedas y bordados brillantes a la usanza del siglo XVIII hace piruetas, que muchos encuentran afeminadas, ante un animal que, por contraste, es la figura del macho bravío y sin afeites. Luis Miguel Dominguín, un torero inteligente, sobrio y escueto --si los hubo-- un día declaró a la prensa antes de su retiro de los ruedos que por fin iba a "dejar de ir a trabajar con unas ridículas medias rosadas".

Sobran los argumentos críticos para los que ven en las corridas de toros un espectáculo anacrónico y sádico. Con razonamientos no se puede rebatir la validez de esos cuestionamientos. Pero es que el ser humano también actúa movido por el sentimiento, por la pasión, ¡por la afición!
Hay buenos ejemplos: la religión no tiene nada de racional, y el amor apasionado tampoco. Tengo amigos muy inteligentes que creen en el Dios antropomorfo y barbado de las Escrituras judeocristianas, que flota entre las estrellas husmeando en todos nuestros pensamientos, palabras y obras, y conozco a muchos que han amado hasta el delirio a unas inmerecidas almas, sin que la razón hubiera triunfado en señalarles caminos más convenientes y menos dolorosos.

Y hablando del amor, alguien dijo que "el amor más sincero es el amor por la comida". Claro que se puede subsistir, como los anacoretas, comiendo hierbas crudas y granos, pero –¡ay, el gusto!—, muchos preferimos una buena langosta por más que en su preparación se haya sumergido al crustáceo aún vivo en una olla con agua hirviente. Y los chefs más atentos aseguran que al contacto con los borbotones se pueden oír los chillidos agudos de esos mismos mariscos que al poco rato ornarán nuestra mesa y deleitarán nuestro paladar. Que yo sepa no muchos antitaurinos, fieles a su ternura por los animales, han elegido la senda vegetariana para subsistir. El toro que muere en la plaza también sirve para el yantar y, previo descuartizamiento, se convierte en filetes, verdad que algo fibrosos por la calidad muscular muy firme predominante en estos animales nacidos y criados para pelear. Si desaparece la Fiesta también desaparecerían estos bellos ejemplares de fuerza y fiereza, pues son productos artificiales, consecuencia de una zootecnia con una manipulación genética muy cuidadosa que selecciona la bravura de las vaquillas y los sementales.

Muy bien, dirás tú como antitaurino, entonces al desaparecer el toro de lidia de la faz de la Tierra ya no comeremos la carne fibrosa de esos animales-gladiadores, y te contentarás con la carne de ternera, la cual es muy blanda porque a esos cuadrúpedos se les mantiene inmóviles, encajonados por varios años, para atrofiarles los músculos y así lograr el lomo blando que te encanta.
Ni tú ni yo pensamos como toros –¡ni como vacas!— pero te prometo que de reencarnarme en mi próxima vida en un bovino, mil veces preferiría pelear por 15 ó 20 minutos en un ruedo y hasta poder despanzurrar al de las medias rosadas, tras haber vivido engreído como una niña bonita por cuatro años en la dehesa, antes que permanecer inmóvil encajonado –y encojonado— por tres años para morir anónimamente en el camal, electrocutado por el carnicero, y que me comiese algún antitaurino gourmet.

Por eso, mi amigo antitaurino, a poner en remojo tus barbas tan sensibles al sufrimiento de los toros de lidia, y a denunciar también a los polleros industriales que mantienen despiertos a estos animales con luz artificial durante la noche para engordarlos lo más pronto posible antes de que vaya a tu plato acompañado de papas fritas.
También denuncia las peleas de box –ahora que hay hasta mujeres metidas en ese negocio— por los millones de neuronas humanas destruidas en cada uppercut, y ni qué decir a los cazadores de safaris y a los que practican la pesca deportiva y que torturan a los pobres peces que ni se los comen y los disecan como trofeos.

Todos estos razonamientos obviamente que son discutibles per secula seculorum y que su aceptación o rechazo dependerá de los sesgos idiosincráticos de cada quien. Lo que no es aceptable es que unos se erijan en los árbitros de la moral, de la bondad y del buen gusto y que pretendan prevalecer sobre quienes discrepen de ellos.

De algo sí te puedo corregir con certeza, y es el llamarle “fraude” a la fiesta de los toros. Cierto que en una época se recurrió al “afeitado” (en los años 40 y 50), que era el recorte de los pitones del toro, y hasta se acusaba a los ganaderos y apoderados de golpear a los animales para debilitarlos antes de salir a la plaza, de echarles vaselina en los ojos para cegarlos, y otras patrañas. Hoy por hoy está reglamentado en todas la plazas de toros que un veterinario examine a la res antes y después de la lidia, y es virtualmente imposible recurrir a esas manipulaciones ventajistas, a menos que la mayoría de esos profesionales fuesen sobornables. Pero ni falta hace dudar, pues la integridad de los toros se ve en la plaza y, por cierto, cuando cornean hacen daño. Y, a menos que los humanos mujan con eficiencia o que los toros hablen nuestro idioma, no puede haber un entendimiento entre las partes, y el tongo que existe en el boxeo y en muchos otros deportes o espectáculos es inconcebible en la tauromaquia. No hay fraude cuando se enfrentan dos seres armados para dirimir los alcances de la fuerza bruta y la fiereza contra la inteligencia y la gracia.

Seguramente que esos catalanes separatistas, fóbicos a todo lo que suene o huela a español, no abogarán por la erradicación de todas esas otras actividades más crueles y cobardes que la tauromaquia –la pesca deportiva, por ejemplo, que se practica a mansalva (o sea “a mano segura”, sin mayor riesgo)—, y que no tendrán empacho en celebrar su victoria en una buena mesa barcelonesa servida con langosta a la Termidor y unos medallones de ternera como plato de fondo, bien rociado con el cava ancestral.

Eso de que la cornada es un error del humano lo decían los toreros pioneros de a pie (Romero, Pepe-Illo y Costillares) del siglo XVIII, y es que en su época el toreo era defensivo: mucha técnica, agilidad y sin procura de la estética. El asunto era matar a la fiera de un estoconazo luego de tres o cuatro trapazos para cuadrarla. Hoy el toreo es de brazos, y el ejecutante debe dejar los pies quietos en la arena, y, pues, la cornada puede sorprender hasta al más sabio lidiador quien jamás podrá prever que el toro se le cuele de sorpresa a mitad del pase. El toreo moderno ha devenido más plasticidad que lucha, por más que tauromaquia signifique “pelea con los toros”, que los gringos traducen literalmente: bullfighting.

Cuando les echas flores a los catalanes y asocias su disgusto por las corridas al hecho de que son “más intelectuales y sofisticados” que el resto de los españoles, estás ofendiendo la memoria de los Picasso, los Lorca y los Dalí (catalán este último), y los extranjeros Hemingway y Orson Wells, apasionados todos ellos de la Fiesta. Y cuando mencionas que tu padre era un aficionado a los toros, y unos párrafos más abajo afirmas que una gran mayoría de los asistentes a las corridas lo hacen por lograr una descarga adrenalínica y por sadismo, supongo –y espero-- que no opinas de tu progenitor como uno de ellos sino como el miembro de una minoría que podía deleitarse –que tenía el derecho a deleitarse-- con la estética de la lidia. Como creo que es el caso mío también y de otros tantos, merecidamente indignados por la vulneración de nuestra libertad.


Ignacio

miércoles, 28 de julio de 2010

El fraude de la Fiesta



Sobre cuernos y cornudos

Prohibieron las corridas de toros en Cataluña y mi amigo Ignacio nos envía un simpático relato en el que combina recuerdos de niñez con elucubraciones filosóficas sobre el espectáculo sangriento de la tauromaquia. Para mi el toreo también genera recuerdos de tardes de Octubre en Acho. Mi padre también era aficionado pero yo nunca lo fui, no porque no despertara en mi cierta curiosidad el duelo mortal en el ruedo sino que este, como espectáculo, siempre me pareció degradante, no a los participantes sino a los que pagan muchas veces una pequeña fortuna para gozar del placer de aquello que llaman «La fiesta brava». Si buscara una comparación lo haría con el duelo de gladiadores en tiempos del Imperio Romano. El enfrentamiento encierra el misterio de la lucha por la supervivencia devaluado al ser transformado en vil espectáculo para el deleite de la concurrencia. En el caso de los toros, como las estadísticas lo demuestran y utilizando los términos de hoy, el combate es asimétrico. Las posibilidades del toro de cornear al torero son mínimas y la probabilidad del animal de pastear una vez más tranquilo en su dehesa es casi inexistente. El toreo por lo tanto también, como duelo, no es una muestra de pundonor sino un fraude y si el torero resulta herido, no es debido a la habilidad del animal sino a un error del humano. Pero en fin de cuentas es verdad que sea por la razón que sea y sean cual sean las posibilidades de ambos, el torero arriesga su vida en la plaza, pero no los espectadores que en una gran mayoría acuden por curiosidad turística, exhibicionismo, morbosidad o deseo de gozar de una descarga de adrenalina y dopamina a costa del pellejo de otros.

La sensatez por fin ha llegado a Cataluña y de la misma manera que se eliminaron las ejecuciones públicas como espectáculo para el populacho, hoy día el toreo como espectáculo ha desaparecido de una de las regiones más intelectuales y sofisticadas de la península Ibérica.
¡ Olé !

Alberto

¡Angelillo, enséñame a torear!

Acabo de enterarme de que el Parlamento de Cataluña ha votado mayoritariamente para prohibir las corridas de toros en esa región española. Acude a mi memoria el recuerdo de los días de mi juventud, a mediados de los años sesenta, cuando mi papá, Javier y yo, íbamos a los toros en la Monumental de Barcelona, en plena temporada hasta cuatro veces por semana (miércoles, viernes por la noche, sábado y domingo).
La Monumental era --y seguirá siéndolo hasta 2012 en que tendrá que clausurarse por ley-- la tercera plaza en importancia de España, después de la de Madrid y la de Sevilla.
No dudo de que muchas personas estarán felices de que se haya dado un primer paso para erradicar las corridas de toros en España. Sé, también, que eso ocurrirá en cadena en otros lugares donde aún se ejerce la tauromaquia y que, finalmente, el espectáculo acabará por desaparecer (no en mi tiempo de vida, felizmente).
Creo que éste es un tema interesante para debatir.
Hace unos meses, en otro foro, envié un artículo que aquí reproduzco y en el que expongo mi sentimiento y mi pasión por las corridas de toros, a raíz de un torero de segundo orden profesional --banderillero y peón de brega--, pero de primerísima calidad humana, que conocí en mi niñez.
Espero que lo disfruten quienes no lo hayan leído.



¡Angelillo, enséñame a torear!


Pocas otras cosas transmiten la imagen de poder y fiereza que un toro de lidia recién salido del toril pidiendo guerra: una tromba de quinientos kilos, bufadora, dando vueltas por el redondel y con dos cuchillos enhiestos ávidos de clavarse en lo que sea.

Mi primer recuerdo de Angelillo es haberlo visto enfrentándose a una de estas fieras en la plaza de Acho, en la época en que los peones de brega daban los lances de tanteo –es decir, tenían el primer contacto con el toro recién salido- mientras el matador observaba las trayectorias y los resabios del animal desde el burladero antes de disponerse él mismo a lidiarlo. Ni recuerdo quién era el matador en esa ocasión, pues yo tenía siete u ocho años, pero una escena sobrecogedora vive intacta en mi memoria hasta hoy: Angelillo dirigiéndose al toro que acometía con todo su poder, y tropezando en su misma cara –un terrible ¡ay! en los tendidos-, y la improvisación del quite que se hizo a sí mismo, echando el capote al aire por encima de la cabeza mientras caía al suelo y desviando los cuernos un palmo por encima de su montera. La plaza entera lo ovacionó de pie y el matador le indicó que se destocase para saludar, pues los subalternos no pueden quitarse la montera sin el permiso de su superior jerárquico: en las corridas de toros las formas y la jerarquía, así como la puntualidad, se respetan más que en cualquier otra actividad. ¿Será acaso que una rígida estructuración de las acciones en esos coliseos protege anímicamente, con la eficacia de un ritual controlado, a quienes se enfrentan a la muerte en la arena?

Un par de años después de esa proeza de habilidad, reflejos y sangre fría, fue que le pedí a Angelillo que me enseñara a torear. Fue en Huampaní, que estuvo de moda allá por los años cincuenta y donde muchas familias limeñas alquilaban por unos días los chalets que allí ofrecían para gozar del limpio sol de Chaclacayo, especialmente durante los húmedos inviernos de la capital. Era un edén para los niños: la novedad de poder elegir a la carta (austero menú) las tres comidas en el inmenso comedor del complejo, trocándolas de momento por el omnipresente arroz con los guisos de la entrañable cocina casera; tener el día entero para holgar por los enormes vericuetos arbolados, eso sí que reportándonos con frecuencia ante la vigilancia paterna; y jugando hasta cansarnos con las máquinas de fulbito y otras atracciones en el salón; y, sobre todo, los ilimitados chapuzones en la piscina a la intemperie, entre los montes y el bosque frondoso con el aire más puro que los pulmones pudieran admitir. Huampaní era el regalo más codiciado para los niños de mi generación durante las vacaciones de julio y, por tanto, durante la época de las Fiestas Patrias el centro estaba repleto. Las reservaciones tenían que hacerse con semanas o meses de anticipación.

Así, contando no más de nueve o diez años de alborotado habitante terrícola, una de esas mañanas de apiñada congregación en el comedor de Huampaní distinguí, en una mesa contigua, una cara conocida –trigueña clara, rasgos finos, pelo ondulado- que ya la había visto antes asentada sobre un cuerpo envuelto en un traje de luces, en varias temporadas en la plaza de Acho (mi padre me llevó a los toros desde que tuve uso de razón, y por esa época yo soñaba con ser torero): ¡el mismo banderillero del famoso auto-quite, Angelillo! Estaba acompañado de una señora muy blanca y de facciones hermosas, que mostraba una sonrisa buena. Cuando uno tiene 10 años, cualquier mujer –cualquier persona- de veinte o mayor califica para el asilo. Por eso, en mi recuerdo, Gladys –que así se llamaba la flamante esposa de Angelillo- era una “señora grande” de unos veinte a veinticinco años de edad. Previa autorización paterna, mi hermano y yo nos acercamos a la mesa de estos egregios comensales --después nos enteraríamos de que eran lunamieleros-- para saludarlos (“¡Hola, tú eres Angelillo”!), y ellos nos recibieron con mucha simpatía y hasta cariño –quizá porque un subalterno de la lidia no estaba tan acostumbrado, como los matadores de éxito lo estaban, a que se les reconociera en el restaurante de una villa vacacional, a muchos kilómetros de la plaza- y así, por una genuina bonhomía o por la gratitud de un ego ensalzado, Angelillo firmó la sentencia de su tortura. No creo que ningún otro recién casado, desde que se inventó la luna de miel, haya estado sometido a un acoso tan inclemente como el que dos niños fanáticos de los toros –y muy impertinentes- le prodigaron al ciudadano Angel Solimano, cuyo remoquete taurino fue “Angelillo”, y a su bonita novia.

Un par de días antes, mi hermano y yo habíamos descubierto que en un paraje de los alrededores pastaba una vaca vieja, llena de mataduras y con la cornamenta recortada, atada a un árbol. Nuestra imaginación infantil habría visto, en vez de unos molinos de viento, a un terrible miura listo a despanzurrarnos. Por eso, jamás nos acercamos al animal a más de unos cinco o seis metros, claro que amparados en los cubrecamas del dormitorio que, a guisa de capotes, los habíamos sacado subrepticiamente del chalet. Citábamos a la vaca a la verónica, con el trapo por delante, imitando con nuestros cuerpos el garbo de los matadores, y por supuesto que, como si la cosa no fuese con ella, la vaca seguía agenciándose su sustento de la broza del terreno. Pero por nada del mundo nos atrevíamos a acercarnos, pues muchas veces habíamos vistos volar a los diestros como unos peleles cuando eran cogidos, y no queríamos exponernos a ello sin el beneficio de un quite y de una enfermería al canto.

Entonces, lo lógico era que quien se acercase a la fiera fuese alguien del oficio, un profesional que estuviese a la mano. ¡Y qué a la mano!

Por lo menos durante toda una semana y casi a todas horas del día, mi hermano y yo íbamos en taurómaca romería hasta el chalet de Angel y Gladys, algo más alejado que el resto, como correspondía a la privacidad de los recién casados. Por razones intuidas -en nuestra ya algo disipada mente infantil-, los novios pasaban la mayor parte del tiempo dentro que fuera; entonces, en cualquier momento del día –la noche entera sí los guarecía del asedio- dos mocosos palomillas se llegaban hasta la puerta del torero y su mujer a gritar en coro: “¡Angelillo, enséñame a torear”!

Y, dando muestras de una paciencia más que jobiana, al cabo de unos momentos siempre aparecía Angelillo, algunas veces despeinado y con el estigma de la modorra en el rostro, pero de buen talante y sonriente. Entonces nos íbamos a torear a la vaca. Torear a la vaca era acercarnos hasta tocarle los cuernos -la proeza que nos enseñó Angelillo- sin necesidad de una manta. ¡Era tan bravo nuestro torero que ni necesitaba un engaño para dominar al bovino! Jamás le advertimos temor en los ojos cada vez que se acercaba a la bestia corrupia de nuestra imaginación, y ese valor sobrehumano nos alentó a mi hermano y a mí para acercarnos y sentir que los tendidos de fantasía -que eran los árboles de ese paraje- se estremecían ante dos niños valientes que desplantaban a la bestia ya domada.

Sólo una vez sentimos algo parecido al remordimiento en una de nuestras convocaciones al maestro: una tarde adormecida, a la hora de la siesta, encontramos a la pareja en un sillón del breve patio delante del chalet. Gladys, que estaba sentada sobre el regazo de Angelillo, tenía las piernas expuestas, y él dejó de acariciarlas apenas nos divisó. Ella se levantó y corrió adentro, mientras él, sin gesto agrio, nos llevó a torear a la vaca, y en el camino nos enseñaba cómo agarrar bien la manta que hacía de un improvisado capote gris sin esclavina.

Hay que poner las cosas en un contexto que permita comprender las razones de este par de chiquillos. La afición a los toros, por lo general, se mama. Hay quienes llegan a ella en la adolescencia o, aún, durante la adultez. No es lo mismo. Ya uno tiene sus valores más o menos firmemente establecidos. La muerte de un animal tras un tormento de veinte minutos puede hacer mucha mella en quienes asisten a una corrida de toros por primera vez en edad racional. En cambio, para cualquier niño que haya ido a una plaza de toros, generalmente de la mano de su padre u otro familiar adulto, antes de la formación del juicio, o sea antes de los siete u ocho años, el espectáculo se asimila como algo de lo más natural. Así, también, ocurre con las peleas de gallos, la caza y la pesca -estas dos últimas actividades muy comunes en casi todas las culturas-. Nadie ha podido demostrar que un toro sufre más que un merlín, el cual, también, durante varios minutos lucha por su vida con un enorme anzuelo enganchado en la boca, mientras el pescador –la mayoría de las veces deportivo, y sin la intención de aprovechar su carne- le suelta el cordel para darle la ilusión de un escape y que así se fatigue más pronto y amengüe la resistencia. O la caza de las ballenas en las Islas Feroe, en Dinamarca, donde el mar se tiñe con la rojez de la sangre tras una masacre anual. Estos cetáceos –decenas de ellos- se acercan a la orilla en busca de alimento, donde los jóvenes les asestan golpes con una especie de machete: les seccionan la médula espinal y los paralizan. Lo mismo se puede decir de los safaris y hasta de la caza de los pichones con una escopeta de perdigones, por el mero placer de acertar en un blanco vivo y volante. La naturaleza es cruel, y el ser humano es parte de esa selva donde la ley es comerse a unos seres vivos o que ellos te coman a ti.

Muchas veces, por remilgos escrupulosos de la madurez, he puesto en revisión mi afición por las corridas de toros, y mi inteligencia me ha dicho que es una fiesta bárbara y cruel. Entonces, mi opción humana, a la luz de un razonamiento más sabio y añejo, tuvo que haber sido renegar de ella, como ha ocurrido con algunos aficionados que devinieron antitaurinos. Pero, como en todos los ámbitos del vivir, en lo que se refiere a las corridas de toros no sólo manda la razón, sino que hay, también, un conglomerado de motivos sustentados en la emoción, la costumbre, la tradición, en fin, en todos esos elementos culturales que configuran a los pueblos y que no siempre atienden a la piedad ni a la inteligencia. No me cabe la duda de que el espectáculo de la tauromaquia está finalmente condenado a desaparecer. Pero lo mismo tendrá que ocurrir primero con la pesca y con la caza deportivas, actividades del matar por matar --muy poco cuestionadas en el mundo "civilizado"-- y que no necesariamente sacian hambres humanas y que ni alimentan arte ninguna. Es más, ojalá que un día los humanos no tengamos que matar animales para alimentarnos de ellos. Pero por el momento las cosas son como son, y nosotros somos los hijos de nuestro tiempo.

Es absurdo atribuirle a un animal las características humanas y proyectar en ellos los atributos tan abstractos como el honor, la elegancia y el derecho. Sin embargo, así como –también- a través de los milenios, y hasta en épocas recientes, se le atribuyeron a ciertas deidades unas características tan humanas como la pasión, el odio, la venganza y la ira, permítaseme por un caprichoso instante, en aras de una dialéctica entecona, dotar al toro de lidia –quizá el animal más hermoso y, por cierto, la imagen suma de la fuerza y la bravura- con el poder de decidir su destino. Si pudiera averiguarse su preferencia, ¿decidiría este animal ir a morir al matadero, electrocutado o a golpes, o ser castrado y llevar el yugo para arar la tierra hasta su muerte? ¿O sería su elección el morir como un gladiador armado, con el derecho de matar también, tras un cuarto de hora de lucha sangrienta? No lo sé, ni nadie nunca lo sabrá; pero, si en el reino bovino existiese la variedad de pareceres que nos caracteriza a la especie dominante, y siendo su destino final proveer de carne a los hombres, sospecho que la mayoría de los toros –especialmente los de lidia, nacidos y criados para luchar- irían por lo segundo.



Durante los años de nuestra juventud, cada temporada taurina mi hermano y yo esperábamos la llegada de las cuadrillas a la plaza en las tardes de toros, y cómo nos envanecía que uno de los lidiadores, por más que vistiese la plata en lugar del oro, nos reconociera entre el gentío y nos llamara por nuestros nombres y que nos abrazara con afecto. También veíamos a Angel en casa del tío Amadeo Bresciani, quien, por mucho tiempo, fue el factótum de la actividad taurina en el país, en su condición de director de espectáculos de la Municipalidad del Rímac, pero, sobre todo, por su condición de ser –tal vez- la persona más entendida en los intríngulis de la fiesta brava en Lima

Muchos años nos separaron de Angel, hasta que una tarde de toros -ya maduros mi hermano y yo- nos lo encontramos en el tendido como un espectador más. Estaba viejo y flaco, y había tristeza en su expresión, la cual se tornó llanto franco cuando le preguntamos por Gladys : “No quiero hablar de ella”, nos dijo, y no insistimos al respecto.

Varias veces después lo vimos en la plaza, tocado con una cachucha y en silla de ruedas, y tenía esa expresión de los que ya no andan por aquí. Una vez que nos acercamos no nos reconoció, pero así y todo le recordamos quiénes éramos y, otra vez, se puso a llorar. A partir de ahí decidimos no volver a perturbarle la vejez con unas memorias evidentemente dolorosas y nos limitábamos a verlo de lejos con el cariño de siempre. Más todavía, porque en la madurez comprendíamos mejor hasta qué punto había sido un hombre bueno con dos niños impertinentes y desconocidos.

Y en mí siempre hubo algo de envidia y mucho de admiración: él fue torero, yo nunca llegué a serlo.


Ignacio

martes, 27 de julio de 2010

¿Bayly Presidente?

El peligro está latente y en el Perú puede ocurrir cualquier cosa.

Parece que Castañeda es un ladrón más y Humala es otro, que también está coludido en el escandaloso caso Relima- Comunicore. Ambos caerán en las encuestas.
La gorda Keiko, además de ser hija de un ladrón (de lo cual no tiene culpa), también es corrupta, porque a sabiendas de que el origen de los dineros de sus estudios no era muy santo, miró a un costado y se benefició de ellos.¡Descalificada!

¿Será que Bayly va a atropellar por los palos? ¡Qué miedo!

Opiniones

Javier

lunes, 26 de julio de 2010

¿MANIQUEO O MANIQUI?

¿MANIQUEO O MANIQUI?

Como sabemos, o ya deberíamos saber (¡Viva el Google, Alberto!), maniqueísmo es la doctrina originada por el teólogo Manes en los primeros siglos de nuestra Era, y según la cual todo lo existente se divide en bueno y malo, santo y demoníaco, cuerpo y espíritu. Es decir, hay una dicotomía de absolutos sin términos medios. Blanco o negro, sin grises.
Por extensión, un maniqueo es aquél para quien sólo caben dos posiciones extremas. Se pertenece a la una o a la otra, sin que se consideren los matices intermedios.
Tildar a alguien de maniqueo es acusarlo de dogmático en su posición ideológica.

Todo este preámbulo para dilucidar los matices del gris que hay en casi todas las cosas que existen. Fíjense que digo en “casi” todas las cosas.
Me viene a la mente la respuesta tibia pero conciliatoria de ese diplomático –¡cómo no!-- a quien se le preguntó por su color favorito, y respondió: “El arco iris”.
Sin compromiso se flota en un mar de indefiniciones, en un cosmos a la deriva.
Hay situaciones en la vida en las que se debe optar por el maniqueísmo porque no existen tonos intermedios.

Pregúntesele a un judío si el nazismo es bueno o es malo, y se obtendrá una respuesta absoluta, sin concesiones intermedias, sin puntos de discusión. Y no sólo eso, sino que tal interrogación engendrará en un descendiente de alguna víctima del horror del Holocausto hitleriano una intensa ira que hasta podría convertirse en una acción de justificada violencia (si es que la violencia alguna vez puede tener justificación).
Y este es un caso tipico de fijación de una posición en términos absolutos. Los nazis fueron (aún lo siguen siendo los pocos supérstites de esa secta maligna) una aberración de la naturaleza humana, y oponérseles --habérseles opuesto en su cénit histórico--, constituye un deber de alguien bien nacido.

Y aquí va la explicación del título de estas divagaciones traídas a colación por los comentarios de Alberto. A veces en la vida hay que ser maniqueo para no ser maniquí.
Es decir, hay ocasiones en las que lo malo es tan malo, tan horriblemente perverso, que debe haber unanimidad entre los buenos para combatirlo sin cejar y hasta las últimas consecuencias, so rieso de convertirse en unos maniquíes o muñecos pasivos que se dejan arrastrar en caso de no hacerlo.
Alguien dijo: “Cuando tienes que hacer una decisión y no la haces, eso en sí mismo ya es una decisión”.
Y otro dijo: “Todo lo que necesitan los malos es que los buenos se crucen de brazos”.

Y esa pasividad de maniquíes ha ocurrido varias veces en la Historia quizá, en algunos casos, por la renuencia de los justos a ejercer un maniqueísmo ardoroso.


Ignacio

domingo, 25 de julio de 2010

Inquisiciones anárquicas


Ya lo sé, empecé a derivar a las minucias de la historia. Una de la cual no dependo de la biblioteca alejandrina virtual sino de un interés despertado por razones que yo mismo no entiendo y que se remonta a mis años de colegio y educación jesuita. Muchos de ellos eran españoles que iban al Perú y lograban la nacionalidad necesaria para luego entrar, gracias a este subterfugio legal, a un México que en los inicios de los años sesenta no aceptaba curas franquistas.
Bueno, el verdadero tema es el del corazón y si este, con años a cuestas, todavía late al ritmo de los ideales o como dices, el peso de los intereses nos llevan a elegir lo conveniente sobre lo justo. Quizás la memoria que aun tengo de esos exiliados y de un tapiz pastoral que colgaba en la pared de uno de sus hogares tenga algo que ver en todo esto.

Regresando a lo histórico, la guerra civil española, más de setenta años de su fin, aun sigue cautivando el interés de muchas personas que no tuvieron vela en ese entierro. He leído con interés el fastidio que esta atención genera en los que sufrieron sus consecuencias. Muchos españoles se sienten molestos de la atención que este lío familiar despertó en el resto del mundo. Para ellos no fue una guerra justa en la que las fuerzas progresistas se enfrentaron al lado oscuro de la humanidad. Sólo fue un incidente doloroso que les deparó una dictadura de 36 años. Resienten a los Hemingways, los Malraux y los Nerudas. Estos intelectuales, para ellos creo, justificaron lo imperdonable dándole un matiz ético a una pesadilla de Goya.

Y ya que mencionas a Sanjurjo, la versión más aceptada fue que la avioneta del general se precipitó a tierra al intentar despegar con el demasiado sobrepeso de los uniformes que el militar llevaba como equipaje y que el piloto intentó infructuosamente impedir. Las vida y la muerte están llenas de ironías como la del secretario del anarquista asesino de curas, Buenaventura Durruti, un pistolero elevado a santidad por sus seguidores. El secretario era un cura de nombre Jesús Arnal a quien Durruti a sabiendas de su condición eclesiástica mantuvo a su lado hasta su muerte en Noviembre del 36. Arnal, luego de la guerra volvió a ejercer de cura hasta su muerte a inicios de los años setenta.

Creo que la moraleja de estas historias es que la vida nos presenta muchas opciones y aquellos que las simplifican reduciéndolas a un « estás conmigo o contra mi » no sólo pecan del error maniqueo sino que no entienden la belleza que esconde la complejidad del yo y sus circunstancias.

Alberto

Foto: Padre Mosén Jesús Arnal. Pároco de Aguinalíu, Aragón. Secretario de Buenaventura Durruti. A su muerte en 1971, cura párroco de Ballobar, Provincia de Huesca

ALBERTO DICE ¡MUERTE A LOS CURAS!

UN JESUITA QUE ESTA POR QUE MATEN A LOS CURAS
(y un agnóstico que los defiende con ternura)


Esta discusión me hace recordar lo que ocurrió en Lima a comienzos de los 90. Mario Vargas Llosa, el agnóstico confeso, se enfrentaba a un japonesito desconocido que profesaba la fe católica, apoyado por unos cuantos evangelistas.
¿Cómo reaccionó el clero peruano? El arzobispo y cardenal Vargas Alzamora, un jesuita, por cierto, apoyó al agnóstico por encima del creyente y hasta se expuso a charlotadas de lo más ridículas como ese episodio de la maletera del auto en pleno furor electoral.

Aquí pareciera que el agnóstico fuera Alberto y que yo --quizá porque mi barriga refleja mi afición por el yantar--, como que fungiese de obispo, o por lo menos de cura párroco. Cómo si no entender que Alberto, que de embrión a feto se formó en los claustros jesuíticos, ahora con los inexorables años a cuestas esté del lado de los comecuras comunachos republicanos mientras que yo, un descreído desde siempre, apoye a quienes salvaron a la Iglesia en España. Paradojas de la vida.

Tras un elegante y detallado repaso histórico del estado de cosas peninsular antes de la conflagración (lo cual prueba o que tiene una memoria de elefante o que es muy ducho en cómo googlear bien) mi querido Alberto demuestra palmariamente que la culpa de la Guerra Civil fue la ambición de los generales rebeldes, azuzados por la extrema derecha y el clero. Olvida decirnos, o no googleó lo suficiente, que ese "accidente" de Sanjurjo se rumorea hasta hoy que no fue tal sino que se trató de un sabotaje al avión en que viajaba el general para enardecer los ánimos de los otros militares menos entusiastas y que, así, se plegaran al movimiento. De tal diabólica maniobra se les acusa a los mismos falangistas, quienes habrían propiciado ese sacrificio involuntario para tener su mártir. El martirologio también alcanzó, como todos sabemos, a José Antonio Primo de Rivera, el ideólogo de la Falange.

Pero aquí no estamos analizando las causas de la guerra y ni siquiera la ética de las partes beligerantes (que para mí ambos bandos fueron sanguinarios e hicieron de su suelo patrio un campo experimental para la Luftwafe de Hítler y los MIG de Stalin). Lo que ha motivado este debate ha sido la expresión de mi opinión de a quién hubiese apoyado yo durante la Guerra Civil. No antes ni después. No me interesa que al pobre Azaña lo hubieran utilizado los socialistas, y ni siquiera me interesa que desde antes del estallido de la contienda ya los comunistas –verdaderos instigadores de la violencia— se habían dedicado a quemar iglesias, a matar sacerdotes y a violar monjas. El plan marxista ya se estaba gestando desde Moscú. Pero, repito, para esta duscusión lo que cuenta es que Alberto insiste en que hubiera apoyado a los rojos (antes, durante o después de la guerra) mientras que yo, desde mi palco o mi barrera, hubiera hurrado (porque de ninguna manera hubiera ido a pelear por una causa que no me tocaba) a los milicos que desfacieron el entuerto estalinista.

Lo repito hasta la saciedad, para que no te confundas en tu réplica a ésta:
No soy, no he sido, ni seré fascista, como tampoco he sido, soy o seré aprista, pero en caso de votar (cosa que no hago nunca por mis convicciones éticas y por ociosidad, so riesgo de ganarme un cero en Educación Cívica) en las últimas elecciones peruanas, lo hubiera hecho por el gordo del chalinón y no por el desastrado comandante apoyado por Hugo Chávez.
Cuando digo que hubiera preferido al franquismo estoy diciendo lo mismo que si hubiera votado por Alan –yo, que tengo razones familiares y personales para nunca haberlo hecho-- en vez de Humala.

¿Te sigues reafirmando en tu apoyo simbólico a las milicias rojas republicanas?

Ahora sí estoy a punto de enviarte al fuego purificador de nuestra hoguera para escaldar el 50% de tu piel con quemaduras de segundo grado.
Para eso necesito la anuencia de los otros cuatro, pero veo que no se manifiestan.
Y, además, no entran visitantes a nuestra Inquisición.

Ignacio

La República y el Fascismo. Una respuesta de Alberto a Ignacio

En Junio del 36 la opción política no fue el comunismo sino la segunda república. Las riendas del gobierno habían pasado de un gobierno conservador, la coalición conservadora del CEDA en la que los fascistas de Falange eran minoría a otra coalición de centro izquierda, el Frente Popular en el que los comunistas representaban menos de un octavo del total. La opción no fue entre el comunismo y el fascismo sino entre una izquierda parlamentaria, Azaña y una derecha constitucional, Gil Robles. La sublevación no fue la primera, su jefe, el general Sanjurjo vivía en exilio en Portugal luego del fracaso de una intentona años atrás. Sanjurjo moría dos días después del golpe en un accidente al decolar rumbo a España. El cerebro del golpe no fue Franco sino el general Emilio Mola quien organizó el golpe, aseguró la participación de los Carlistas y los jefes militares y que un año después también moriría en otro accidente aéreo. España en el 18 de Julio de 1936 se despertó ante la opción de apoyar al gobierno legalmente instituído, la segunda república y un grupo de militares rebeldes apoyadoa por la extrema derecha religiosa Carlista, el fascismo de la Falange de José Antonio y un grupo mayoritario del ejercito organizado por Emilio Mola y en el que Sanjurjo debía ser el líder. Franco, indeciso hasta el final, volaba en el Dragon Rapide, un avión contratado por el millonario Juan March en Londres, de Las Palmas de la Gran Canaria al Marruecos Español.
Una vez fracasado el golpe militar en la mayor parte de España el único camino era la guerra civil. La República fracasaba en los campos de batalla ante la profesionalidad del ejercito, la fiereza de la Legión de Yague y los moros de Franco, el apoyo logístico y aereo de los alemanes y las tropas italianas de Ciano. Ante la debacle militar los socialistas de Indalecio Prieto empezaron a ceder el poder político a la minoría comunista apoyada por los asesores soviéticos de Stalin y los voluntarios internacionales, mayormente comunistas. Ya para el segundo año de la guerra los comunistas, con una fuerza minoritaria pero disciplinada, habían tomado el liderazgo del ejercito republicano y eliminado salvajemente a los anarquistas. Fueron entonces las circunstanstancias impuestas por los rebeldes los que empujaron a los socialistas y moderados a cederle el poder a los comunistas.
Una situación similar sucedió el 23 de Febrero de 1981 con el intento de golpe del general Jaime Milans del Bosh pero en esta ocasión el resto del ejercito no se plegó y el Rey no apoyó a los golpistas. En ese caso la excusa era la misma, el fantasma del comunismo, el caos y ETA.
Una vez más y respondiendo a mi amigo y compañero de Blog, en 1936 la opción histórica fue escoger entre el gobierno constitucional republicano bajo la presidencia de Manuel Azaña, un republicano o rebelarse apoyando el ejercito del África de Franco, la ultraderecha católica Carlista y los fascistas de Falange.

LO QUE SEA, MENOS EL COMUNISMO

LO QUE SEA, MENOS EL COMUNISMO
(Aclarando mi ideología y mi sentido del pragmatismo)


En el artículo “Armandito y la España dolida” comenté que durante la Guerra Civil española lo más probable es que yo hubiera estado del lado de los fascistas, con Franco a la cabeza.
Afirmo que detesto las dictaduras de cualquier tinte político, y no podría vivir en una de ellas, como que me decidí a vivir en el extranjero durante los nefastos años del velascato.
Pero, si me ponen una pistola en el pecho --y no quiero cometer suicidio por interpósita persona (vicariantemente)-- y se me dice que debo elegir una de dos: o vivir bajo la bota de Pinochet o tras la barba inmunda de Fidel, mi elección sería obvia: ¡Viva Chile, mierda!!!

¿Eso quiere decir que soy fascista o proclive al fascismo?
No es el caso, en absoluto. Creo que ambos, el fascismo y el comunismo, fueron experimentos socio-económicos del siglo XX felizmente superados por la mayoría de las sociedades occidentales responsables.
No pretendo repetir aquí los despropósitos de ambos inicuos sistemas, pues todos podemos recitar de memoria lo que cada uno de ellos implica en términos de la supresión de la libertad individual; pero tenemos que reconocer que en el comunismo, además de perderse la libertad y de convertirse en una pieza del mecanismo estatal, el ser humano también pierde el derecho a la propiedad en aras de una más justa distribución del capital. El fascismo fue genocida pero el comunismo más aun. El fascismo otorgaba una relativa y sesgada libertad de credo (en Alemania no se podía ser judío pero sí cristiano) mientras que el comunismo ateo, muy democráticamente, persigue a todas las religiones y ejerce una tiranía hasta en el campo espiritual, más allá de lo ideológico.

Veamos lo que ocurría en la España de los años 30, tras la caída de Alfonso XIII y la instauración de la Segunda República de Manuel Azaña.
España estaba sumida un caos total. La dirigencia republicana, abiertamente socialista, empezó a profundizar los cambios sociales y económicos que se dirigían abiertamente al comunismo (¿recuerdan el velascato?) y era cada vez más cercana su relación con el imperio soviético de Stalin.
Las Fuerzas Armadas españolas no compartían esa ideología y respaldaban los valores tradicionales de Occidente. Por eso Franco insurgió contra la Segunda República y después de tres años de carnicería por parte de ambos bandos, los comunistas fueron masacrados u obligados a exiliarse en otros países.
¿Qué hubiera sido de España en caso de haber resultado victoriosos los rojos?
Sólo podemos especular, pero no es tan peregrina la idea de suponer una España satélite de Moscú, como lo fueron Polonia y Checoslovaquia, con la destrucción de todo el aparato europeo occidental que, felizmente, se conserva hoy en la península.

Recuerdo a ese empresario textil barcelonés que cuando se le preguntó qué pensaba de Franco (Cataluña fue un bastión republicano en la Guerra Civil), respondió:

--Que muera Franco… pero ¡que viva mil años!

Estaba graficando muy bien la ambivalencia que sentía por el franquismo. Fiel a su ideología republicana deseaba la muerte del Caudillo, pero su sentido pragmático le hacía venturarle una larga existencia. ¿Por qué? Porque gracias al orden y al sistema capitalista que caracterizaron el régimen de Franco, el catalán se había hecho millonario, cosa que no hubiese ocurrido de triunfar la República.

No hay sistema perfecto, y la libertad es sacrosanta --hasta se da la vida por ella--, pero no minimicemos la eficacia de ciertos regímenes duros en algunos aspectos.
Cuando yo viví en la España de los sesenta, el país estaba bloqueado económicamente por Estados Unidos y Europa, justamente por ser el único baluarte fascista sobreviviente en ese lado del mundo y, por tanto, la industria más poderosa de los españoles era el turismo (“la industria sin humos” la llamaban). Por esa época el orden estaba casi garantizado en las ciudades importantes y la delincuencia, mucho más controlada que hoy. Se podía pasear por el Barrio Gótico catalán o por las callejuelas más umbrías de Madrid en altas horas de la noche sin que uno fuera atracado por los malhechores. Es que el gobierno, para proteger el mayor recurso de su ingreso de divisas, o sea el turismo, tenía que garantizarles seguridad a los visitantes. En consecuencia, si algún turista era asaltado, las penas carcelarias eran severísimas, y si la víctima resultaba herida o muerta, el delincuente enfrentaba al pelotón tras un juicio sumarísimo.

Volviendo al tema: en los años 30 en España era imperativo apoyar a uno de los dos sistemas en pugna. Y yo me reafirmo --siendo, como soy, visceralmente antifascista--, que hubiera apoyado a Franco y sus secuaces, quienes tras casi cuarenta años de tiranía, permitieron que se salvaran los valores tradicionales que hoy florecen en la península.
Lo cual me lleva a comentar que ahora sí es el momento de instaurar una República (la tercera en España), de corte democrático y representativo, tras la erradicación de la monarquía mediante una Asamblea Constituyente, sin el derramamiento de una gota de sangre, pues los españoles, como ya lo dije, merecen hoy ascender de súbditos a ciudadanos. Merecen ser todos iguales ante la ley y que no haya nadie superior a los otros desde el mismo instante de su nacimiento.

Otra vez la pregunta: ¿Pinochet o Castro? ¿Franco o Stalin?
Yo también, como Alberto, soy librepensador, independiente, escéptico, y más que él, soy descreído en asuntos espirituales y agnóstico. A diferencia de él, no soy anarquista ni nunca lo he sido, pues creo que una nación funciona mejor cuando se organiza que cuando cada uno hace lo que le viene en gana.
Por eso, cuando Alberto dice que cualquier cosa menos fascista, está dejando en su corazoncito un generoso rincón que pudo haber albergado al republicanismo durante la Guerra Civil. Alberto hubiera apostado por Stalin en lugar de Franco. Yo no, a pesar de que ambos eran terribles males, pero uno de ellos, el comunismo, lo era de proporciones apocalípticas.

Por eso, Alberto, así como tú tienes el derecho de imaginarme saludando con la palma del brazo derecho extendida y cantando Cara al sol (cosa que en mi fuero interno repudio), desde ahora yo te voy a imaginar como un miliciano rojo asesinando curas y luchando por la instauración del estalinismo en la península ibérica.
Felizmente que tu responsabilidad ante la Historia pertenece al género de la ucronía.

Aún así seguiremos siendo buenos amigos y no te condenaré --todavía-- a arder en nuestra propia hoguera de inquisidores feroces.


Ignacio

sábado, 24 de julio de 2010

Baladas para unos locos












Balada para un loco.

« Las tardecitas de Buenos Aires tienen un qué se yo…»

He pasado por esa ciudad tres veces y debo aceptar que es cierta la fanfarronería porteña que la declara una, sino la más señorial del orbe.

Buenos Aires no tiene la belleza natural de Rio de Janeiro pero tiene alma y una personalidad construida por olas de inmigrantes que forjaron en ella una de las urbes más imponentes de este planeta. Aun en tiempos difíciles, cuando la Argentina tenía más presidentes que la selección gaucha y gracias al infame corralito todos sus habitantes sobrevivían en la pobreza, Buenos Aires nunca perdió su dignidad.

Recuerdo la primera vez que la visité. Eran los inicios de los años sesenta y visitábamos a familia diplomática residente en el barrio norte de Palermo. Argentina vivía un respiro de sus eternas crisis y la impresión que causó en mi fue inolvidable. Yo era un adolescente, o mejor dicho un pre adolescente que empezaba a descubrir la belleza del sexo opuesto y no pasé de eso, un aprendiz de mirón. Pero que belleza de mujeres esas argentinas que paseaban en el sol invernal de ese elegante barrio residencial.
Luego, a inicios de los setenta regresé de recién casado. Esta vez el territorio fue Florida, Corrientes y Lavalle, o sea el centro de la ciudad. La buena comida y los buenos espectáculos disfrutados en brazos del amor. Nos alojamos en un hotelucho en el que se alojaban ruidosos turistas brasileños. Éramos pobres y bailábamos la noche en el Spadavecchia de la Boca luego de saciar nuestro hambre en El Palacio de las papas fritas.
Hace ocho años regresamos, esta vez aristocrático barrio de La Recoleta. El peso argentino no valía nada y los hoteles se llenaban de chilenos y peruanos. De día, en plan de « Shopping » y de noche en las tanguerías y milongas que presentaban espectáculos fabulosos a precios ridículos. Comimos como reyes en Puerto Madero. Disfrutamos de tango callejero en San Telmo y en El viejo almacén y en esa trampa para turistas que se llama Mister Tango. El centro de la ciudad ya no era lo mismo, se respiraba temor hasta en la Plaza de Mayo y el Obelisco ya había sufrido la rebelión de los piqueteros. Pero en el fondo la ciudad seguía tan linda como siempre y al porteño la crisis lo había vuelto humilde sin perder su dignidad.

Ya sé, son impresiones más de turista que de viajero. Pero que le voy a hacer, es lo que soy. Y este viajero aficionado recuerda con especial cariño un domingo invernal de sol paseando por ese mercado de pulgas en que se convierte el barrio sur de San Telmo. Ahí, entre otras cosas descubrí las imágenes de Sara Facio

Alberto

Fotos de Borges, Piazolla y Cortazar por Sara Facio.
Foto en colores: Barrio de San Telmo, un domingo de Julio del 2002.

Antes Durruti que Franco





¿Yo ? republicano.

No me refiero a esos gringos por los cuales solía votar en tiempos de Ronald Reagan y George H Bush y que ahora, por ese racismo visceral y demagógico del populismo de derechas vociferan en contra de mis hermanos pobres, a esos les he retirado mi voto. Digo republicano de puño levantado. Mejor, anarquista como George Orwell perdido en el frente de Aragón y batallando la traición comunista en las Ramblas Catalanas de Barcelona.
Claro, ya con estos años a cuestas, ser anarquista es ser ridículo pero para eso estamos sus primos distantes, los Libertarios. Pero nunca, nunca fascista. Ser una pieza de una maquinaria vertical gritando el pensamiento único de un caudillo es algo que me revuelve las entrañas. Es un insulto a todo aquello digno de ser humano.

Sin embargo cuando leo al falangista Dionisio Ridruejo terminar sus Memorias de una tregua con las siguientes palabras, encuentro que en el fondo las etiquetas que nos diferencian, son eso nada más, etiquetas.

« ...Con el mayor cuidado voy librando lo verde de lo seco, dejando caer agua por donde siento sed, acariciando, ordenando, saciándome con cuidado y posesión. Pero sólo el instante es mío. Dentro de la casa , los cuadros, los libros, los pocos trastos que me pertenecen han adquirido ya una condición embarazosa de equipaje. La casa está en venta y cualquier día de éstos tendremos que dejarla.
Fuera los perros, ajustados a su momento, juegan con la alegría al aire, con sus ruidos y olores; juegan con toda confianza, volcando unos tiestos de geranios, cerca del pozo y debajo del árbol del amor - el rey del jardín - , esplendoroso, con todas sus flores » *

Pepe Bárcena, escritor y maitre del Café Gijón nos contaba una noche que en la barra de ese café-bar todos eran hermanos. En la hora de la necesidad no existían derechas o izquierdas. Todos escribían con el mismo puño.

O sea que ¿ Yo ? No sé, pero fascista nunca.

Alberto

Fotos: Dionisio Ridruejo. Buenaventura Durruti. George Orwell.
* Cita: Diario de una tregua. Dionisio Ridruejo. Editorial Orbis, Ediciones Destino 1971-1984.

Las tres muertes de Robert Capa






A diferencia de Melquiades Estrada, Robert Capa si murió tres veces.
Para los no iniciados diré que algunos de ustedes lo conocen como el autor de la fotografía más famosa de la guerra civil española, La muerte de un miliciano. En realidad al que conocen es a Andre Friedmann, un judío húngaro que murió al pisar una mina del vietminh en una trocha en el delta del río rojo un 25 de Mayo de 1954 mientras acompañaba a una patrulla francesa luego del desastre de Dienbienphu.

Robert Capa en realidad fue un personaje ficticio, un fotógrafo americano, creado por Andre y su compañera, la fotógrafa alemana Gerta Pohorylle conocida en la historia como Gerda Taro con la finalidad de publicar las fotos de ambos y hacerse famosos. Así fue como, llegada la guerra civil española, Andre fue apropiándose de Robert y un día Setiembre del 36 muere, en el Cerro Murino, por primera vez Capa atravezado por la bala de la mentira. Me refiero a la supuesta muerte de Federico Borrell García. Una muerte recreada e irreal que hizo historia como una de las mejores fotografías de guerra y que lanzaron a la fama a Andre Friedmann y lo convirtieron para siempre en el legendario Robert Capa.
Un año después moría en el frente de Brunete la otra parte del alma de Robert Capa. Gerda Taro, aplastada por un tanque republicano en retirada el 26 de Julio de 1937.
Ahora solamente sobrevivía un Robert Capa y para probarlo Andre debía fotografiar arte y realidad. La realidad ya se imponía en sus imágenes en el frente de Madrid y en el cerco de Bilbao. Luego, desaparecida Gerda, sus fotos documentan la agonía y la muerte en la batalla de Teruel, la retirada de Chiang Kai-shek ante el invasor nipón en Julio de 1938 para luego inmortalizar la imagen emblemática de un miliciano internacional con el puño derecho en la mejilla mirando el cielo de una Barcelona que les dice adios. Luego vinieron fotos del frente en África del norte, Sicilia, Anzio y Monte Cassino hasta la más famosa, tocando con su lente la muerte y la realidad.
Fue el 6 de Junio de 1944. Robert Capa desembarca con la primera oleada en la más sangrienta de las playas de Normandía, Omaha beach y logra captar el caos del combate en dos imágenes geniales. Mirando atrás, en la cara de un soldado avanzando y arrastrandose en la orilla y mirando adelante, con un pelotón tratando de alcanzar la playa en la bruma de la mañana del día D. Ambas fotos están definitívamente fuera de foco pero no por torpeza sino porque retratan de adentro la realidad.
Muchas fotos siguieron, todas buenas y algunas geniales. Muchas de guerra pero otras, como la de Pablo Picasso sosteniendo una sombrilla a una bella Françoise Gilot o un Gene Kelly ingrávido en su danza magistral, atestiguan del genio del artista de la cámara fotográfica. Todas ellas nos acompañan a su destino y muerte final.

Alberto

Pizarro,Bolivar y Miguel‏

Algunas notas sobre la controversia iniciada por nuestro contertulio venezolano.
En primer lugar, Bolivar, a pesar de su título de Libertador, siempre será visto como un tirano e invasor en tierras del Perú. Por que lo era y porque además los peruanos somos noveleros, cortesanos y desagradecidos.
En épocas de la Independencia éramos Realistas y la mayoría peleábamos bajo las banderas del tirano Borbón. Por otra parte existian tres corrientes independistas. Una autóctona que respondía a los intereses de caciques como Tupac Amaru II y luego Pumacahua. Otra sureña, empujada por los intereses de Buenos Aires y Santiago de Chile y la última, la del recientemente desenterrado Bolivar.
De los caciques no hablemos ya que ahí quedaron, desposeidos en sus serranías para de vez en cuando explotar en orgías de terror.
San Martín por otra parte, una vez destruido su sueño de crear una monarquía en nuestras tierras incas y asesinado Monteagudo abandonó Ámerica en dirección a un exilio honroso en un continente en el cual había pasado la mayor parte de su vida. Pero quedó Chile y caudillos como Gamarra defendiendo los intereses políticos de quienes se opusieron a una Federación en la que Bolivia mandaba, conflicto que se definiría en las alturas de Yungay con la victoria del ejercito restaurador.
A Bolivar se los dejo para que se diviertan vicariamente castigando a su encarnación actual. Pero hay que aclarar que el gran genio militar de la independencia no fue él sino Sucre y fue este último quien, en contra de la política de Simón quien excediéndose en sus poderes liberó el Alto Perú del poder administrativo de la Audiencia de Charcas de quien en realidad dependía.
Guayaquil por otra parte si dependía del Virreynato del Perú y no de la Audiencia de Quito. Logró su independencia bajo las armas de Bolivar y ahí él recibió como anfitrión a San Martín. Luego intentamos recuperarla sin éxito. Ahora mantiene una confrontación regional con el poder Quiteño.
En lo que respecta al Marqués baste decir que fue un hijo de su tiempo. Como anota Ignacio, responsable de la cultura mestiza que querámoslo o no, somos. Pizarro se casó con una india de sangre imperial y el último de su dinastía, Gonzalo, levantó armas en contra de los Austrias y de haber sido triunfador el mapa de Ámerica hubiera sido diferente. Para aquellos que se animen a visitar Madrid verán que en el frontis del Palacio Real están las estatuas de Huasvar y Monctesuma. Ellos no nos han exorcizado.


Alberto

Armandito y la España dolida

A raíz del escrito de Alberto sobre el Valle de los Caídos, va esta historia sobre un personaje admirado y muy querido de mi paso de la niñez a la adolescencia.



Armandito y la España dolida


Para quienes no me conocen, debo empezar diciendo que viví con mis familiares en Barcelona durante el bienio 1965-1966. Fue la época de mis más gratos recuerdos, con 18 primaveras sobre los lomos, una salud a prueba de laboratorios farmacéuticos (¡toma,Emilio!) y con centenares de turistas europeas, principalmente inglesas y alemanas a la mano, pululando en las playas de la Costa Brava y con la desembozada intención de conocer --bastante de cerca-- a algunos españolitos, quienes, por ese entonces, y creo que todavía –junto con los italianos— ostentaban con orgullo el ser los amantes latinos por antonomasia. Yo no era un españolito, pero bien podía pasar por uno de ellos, y hasta en más de una ocasión me sorprendí hablando con las zetas y diciendo “dejao” y “empezao” para ofrecerles lo que ellas demandaban, olvidando en la tal innecesaria empresa –tonto de mí— que ellas no entendían ni la mitad de lo que el potencial romeo les decía. Y ni falta que hacía, pues --pragmáticas ellas--más les importaba el lenguaje corporal. De esa época borracha de juventud, amor familiar y husmeo de la vida adulta, nacieron estos versos que aquí incluyo de memoria, para que se vea, también, que mi poesía era altisonante, vacua y candidota.

Ciudad condal de mil recuerdos llena
Los días de un precoz aventurero.
Mis versos hoy resienten honda pena
Cuando evoco tu trazo tan austero
Tu gente noble de adustez serena
Tus noyas, brisas de la primavera
Lozanas y con sol de Costa Brava.
En ti supe querer a España entera
Y fuiste tú en mi juventud primera
¡Crisol que el mar latino me brindaba!


Pero lo que me anima ahora es contar algo relacionado con Armando Bazán y con la España dolida.

Como todos sabemos, la Guerra Civil española (1936-1939) fue una de las más sangrientas confrontaciones bélicas de la Historia. Es que los odios fraternos son más intensos que cuando se detesta a terceros no consanguíneos. Pareciera que del amor al odio hay sólo un suspiro –o una idea— que determina fratricidios y parricidios.
Una historia que oí contar en Barcelona fue la de ese miliciano republicano que alertó a sus camaradas de bando de que en una casucha en las afueras de la ciudad moraban unos connotados adversarios falangistas; que llevó una patrulla hasta ese lugar, y que desde fuera gritó: “¡Padre, madre, abrid que soy Antonio!”; que después de unos momentos se escuchó que alguien removía los parapetos tras la puerta, y que cuando ésta se abrió, aparecieron dos ancianos sonrientes ante la presencia del hijo; y que éste, sin vacilar, dijo a sus compañeros : “¡Estos son!”, tras lo cual los milicianos ametrallaron a los viejos.

Así fue la Guerra Civil, un océano de pasiones tempestuosas que dividió a los españoles y que manchó con sangre indeleble la piel de toro peninsular. Tan indeleble que hasta hoy existen ánimos irreconciliables entre los que imaginan a España como una república democrática poblada por ciudadanos y los que la prefieren --como es actualmente-- una monarquía constituida por los súbditos de un rey que los representa por derecho de nacimiento, lo cual fue el legado franquista impuesto con métodos fascistas.

La pregunta que siempre me he hecho es ¿de qué lado hubiese estado yo durante ese conflicto fratricida? Creo que por la Falange, porque, si bien es cierto que esa agrupación creada por José Antonio Primo de Rivera, era de una pura raíz fascista y que estaba apoyada por el nazismo (una derivación del fascismo), por otro lado, combatía la injerencia, la infiltración, comunista en España (y Europa), a través de la ayuda soviética. De haber triunfado el republicanismo con el apoyo comunista, España habría devenido un satélite marxista con una posición estratégica, a la entrada del Mediterráneo, y con lo que eso implicaba en cuanto al trastocamiento de los valores tradicionales de la España de siempre bajo la rígida y cruel autoridad del genocida Stalin. Con Franco, por lo menos, los valores occidentales continuaron y, a su muerte, se fue a una democracia tutelada por la autoridad de un monarca constitucional. Creo, también, que el campo está fértil hoy y maduro para, incruentamente, por mayoría popular, convocar a una Asamblea Constituyente y convertir a España en una república representativa democrática sin ningún tutelaje real.

Políticas aparte. ¿Quién fue el Armandito que se anuncia en el título de este coloquio?
Su nombre fue Armando Bazán, un cajamarquino que fuera íntimo amigo de César Vallejo y que escribió la biografía más de cerca, más íntima, de todas las que existen del bardo peruano (“César Vallejo, dolor y poesía”). Armando, también fue, por algunos años, el marinovio de una hermana de mi padre, la tía Coty, cariñosa hasta la exageración y viuda consuetudinaria, hasta por tres veces.
Armandito recalaba en mi casa de Mariano Odicio, con la tía Coty, por supuesto, casi todos los fines de semana a compartir los tallarines dominicales y, más que nada, esa atmósfera de cariño y festividad que siempre ofrecían los anfitriones, mis padres.

Armandito, como así lo llamábamos todos, era un hombre de talla media y muy fornido, tanto que siempre nos ganaba a los chicos haciendo barras en los columpios del jardín. Tenía los ojos buenos y era de esa especie de seres que uno no sabe si tienen pelo o si son calvos, y adornaba el labio superior con un bigotito más bien acantosado y ralo. Hablaba con un acento mitad cajamarquino y mitad porteño (había vivido muchos años en Buenos Aires antes de regresar al Perú, y a los chicos nos llamaba “queriditos”). Recuerdo que en uno de esos felices domingos familiares, apareció en el Suplemento Dominical de El Comercio un cuento de Armandito, que se titulaba “Pelé…la gallina”, y que trataba de un zambito de barriada apasionado por el fútbol y que se hacía llamar Pelé (estábamos a comienzos de los sesenta), pero que sus amigos hacían mofa de él y le llamabán “Pelé…la gallina”. No recuerdo el desenlace de la historia, pero sé que era trágico y que al final el niño se muere.
Como yo ya tenía inclinación y admiración por lo literario desde esa edad, le pedí a Armandito que me dedicara y firmara la página del semanario donde se había publicado su cuento. Y ese bolígrafo con el que me dedicó su escrito lo conservé con un orgullo entrañable --por más tiempo aun que el periódico mismo--, hasta que en algún momento de distracción, el azar, que es el tirano que impera sobre todo, me lo arranchó con un ignoto destino.

Armandito, el tío bonachón y apacible, fue durante la Guerra Civil española un comisario republicano en alguna provincia peninsular de la que nunca tuve noticia. En esa época yo no comprendía lo que podía haber significado ser un combatiente en esa sangrienta aventura bélica –realmente entre Alemania y Rusia--, y, por tanto, nunca me espoleó la sesera para imaginar a Armandito matando o mandando a matar gente.

Un día, mientras caminaba por La Paz, a través de un ventanal del restaurante Gambrinus, vi a Armandito, sentado con la tía Coty, ambos cariacontecidos y tomados de la mano. Por discreción no me les acerqué. A los pocos días, cuando apareció en la primera página de El Comercio la noticia del suicidio de Armando Bazán, en la oficina contigua a la del presidente de la República (era secretario de Manuel Prado cuando se destapó los sesos de un balazo), supe, retrospectivamente, que Armandito había estado convencido de tener un cáncer, por más que los médicos le afirmaran que no había razón para suponer tal cosa.

Años después, cuando supe de la ferocidad de los combatientes durante la Guerra Civil española, me quise convencer de una sola cosa: Armandito jamás pudo --o habría podido-- integrar esa patrulla de republicanos que acompañaron al parricida para ametrallar a sus padres.


Ignacio

Carta a un Amigo

« Hace 26 años visité ese lugar. No era mi intención hacerlo pero ante la imposibilidad de entrar al Escorial decidimos darnos una vuelta por ese monumento a la guerra civil española. Era día de semana y el santuario estaba vacío. Sólo recuerdo a unos viejos con pinta de veteranos controlando la entrada. Solamente tuvimos tiempo de entrar a la basílica y su inmensidad me recordó el mismo sentimiento que invade al penetrar a una catedral medieval. Te sientes apabullado ante la grandeza física del lugar. Un cuarto de siglo después, ese sentimiento y algunos detalles del lugar son lo único que recuerdo. Pero asocio ese lugar con los comentarios que escuché a mediados de la década de los cincuenta de boca de una pareja de amigos de mis padres.
Ella era española emigrada o mejor dicho; exilada. Sus padres, republicanos de los años treinta, habían escapado la venganza de dolor y muerte que impuso el caudillo a los vencidos fueran estos « Rojos, Masones o Autonomistas». Tenían una casa en Chosica y una tribu pequeña dispersa por el lugar a los que visitábamos muchos domingos invernales y de los cuales escuchaba relatos de sus tierras vascas, asturianas y cantábricas. Angelita, así la recuerdo, se había casado con un gran amigo de mi papá y habiendo pasado muchos años lejos de su tierra, sintiendo la nostalgia del exilio, decidió llevar a la prole en peregrinación a su tierra natal. A su retorno nos deleitaron con muchas historias y algunas horas captadas en una cinta de 8 mm. Dos comentarios que recuerdo bien fueron la sorpresa de no encontrar problemas al entrar a España y el hecho que en El Valle de los Caídos compartieran descanso eterno los antiguos enemigos de ese conflicto que desangró a España.
Ella ya se fue hace muchos años pero tuvo dos hijos peruanos, ambos oficiales, camaradas tuyos de arma, con los que a pesar de ser mayores que yo, compartí muchos buenos momentos de mi niñez. Entre ellos una visita que hicimos a un Miguel Grau anclado en las afueras de Huacho. También recuerdo a otro miembro de la misma comunidad y un vasco gran amigo de mi padre que escribía en La Prensa sobre la ciudad a la que había aprendido a amar, Lima, y también elaboraba las preguntas para ese programa radial que seguramente todos recordamos; Helen Curtis pregunta por 64 mil soles. Benjamín se llamaba y vivía en un apartamento cercano a la plaza Bolognesi. Mi padre decía que él había escapado por poco de un fusilamiento seguro por el pecado de haber escrito en defensa de su tierra vasca.


Son todos recuerdos que regresan al ver esas fotos del Valle de los Caídos. Una tarde de otoño en las afueras de Madrid. Domingos veraniegos bajando a nadar en una hostería de Chosica. Otro domingo mareado en bote y en vías de abordar un crucero de guerra anclado en aguas del norte chico.


Me pregunto, viendo esas fotos de la cruz en Colgamuros sobre ese mausoleo monumental, si los peruanos estamos listos para un valle así. Un lugar donde sea posible enterrar, lado a lado, no solamente vencedores y víctimas inocentes de los años del terrorismo que asoló la patria, sino también a los que hicieron guerra y mataron salvájemente a nombre de una idea diferente de la que tenemos tu y yo del Perú.
Los sentimientos son imposibles de enterrar y olvidar. Al final, en estas orgías de muerte no hay vencedores ni vencidos, además de las tumbas sólo hay heridas abiertas que alimentan el rencor y el resentimiento, pero una tregua es un buen inicio y la paz de los cementerios no solamente es el final de los caídos sino también puede ser el comienzo de algo mejor. »


Como dije al inicio, he variado en algo mi respuesta original que en esencia era una respuesta a un amigo con el que comparto recuerdos y creencias pero discrepo también en muchas cosas sin que esto manche nuestra amistad. Fuera de esa revisión en forma y ortografía, aun imperfecta, la idea fundamental sigue siendo la misma. Yo no creo que con Comisiones se pueda Reconciliar al Perú ya que la Verdad que ellas buscan es un rompecabezas de diversas y muchas veces encontradas opiniones. Yo siento que Francisco Franco, al construir ese mausoleo, imperfecto en su diseño como en sus motivos inmediatos, en las sierras de las afueras de Madrid, dio con la respuesta, o parte de ella para los escépticos por naturaleza, de como iniciar un proceso de reconciliación. Pero para ello es necesario mucho coraje, una virtud que muchos de sus enemigos y detractores no pudieron negarle al tirano del Ferrol.

Alberto

viernes, 23 de julio de 2010

Carta de presentación--Declaración de intenciones

Además de una carta de presentación esto quiere ser una declaración de intenciones.

Empezamos a escribir aquí con la intención de relacionarnos virtualmente --por lo menos al comienzo-- con una buena cantidad de lectores y colaboradores del universo internético.
Somos cinco matasanos peruvianos, amigos por más de cuatro décadas, y que deseamos compartir --y cotejar-- los puntos de vista propios. Nuestras puertas estarán abiertas a todo ente que respire y sepa escribir, sin limitación ninguna según el sexo, la raza, las creencias religiosas o la condición de príncipe o lacayo. Lo único que no toleraremos --como alguien dijo bien-- será la intolerancia.

Y aquí va la primera contradicción. Nos denominamos tolerantes, pero, tal cual el nombre del blog amenaza, esto será una hoguera para quemar a los herejes, los ateos y los agnósticos. Como entre estos últimos se encuentran algunos servidores de ustedes que escriben estas líneas, el blog fungirá también de autocondenación o de autoexorcismo. Las buenas intenciones para la redención no necesariamente eximirán al arrepentido del fuego purificador de nuestra Inquisición, y cualquiera de los miembros fundadores puede ir también a la llamarada --de motu proprio, como un mea culpa expiatorio, o si así lo deciden los otros cuatro de consuno--.

Sin más preámbulos, a vomitar las entrañas --con una finura de damisela a veces y con la grosería de los camioneros y los estibadores otras veces, que así es la vida, pues existen las flores aromosas y también la caca-- siempre so riesgo de ser condenado el participante, por cualquiera de los aprendices de Torquemada que patrocinan esta casa, a arder en la hoguera.
Para que el holocausto sea por la eternidad --léase la expulsión del pecador de estos predios libérrimos y paradójicos-- tendrá que haber unanimidad entre los cinco socios fundadores. De no haber decisión unánime, el condenado podrá ser enviado a las llamas sólo por el tiempo suficiente para que escarmiente tras un severo escaldamiento de su piel (quemaduras de segundo grado en no más del cincuenta por ciento del área corporal).

Bienvenidos los que entren a sabiendas de lo que les espera y asumiendo el riesgo de vérselas con la candela.

Los Torquemadas

CONTROL DE CALIDAD EN MEDICINA I

Emilio La Rosa Rodríguez.
Diciembre 2008


En mi último viaje a Lima tuve la oportunidad de ver a algunos pacientes que solicitaron mi opinión sobre sus problemas de salud. A todos les pedí que me trajeran sus exámenes complementarios (de laboratorios, de radiología y otros).
Uno de ellos me presentó los mismos exámenes (glicemia, colestorolemía, pruebas hepáticas) realizados en dos laboratorios clínicos diferentes y pude constatar que a pesar de que dichos exámenes fueron hechos en fechas cercanas y en las mismas condiciones (en ayuno y por la mañana), los resultados eran contradictorios.
Traté de averiguar cuáles podrían ser las causas de esta diferencia y me di con la sorpresa de que en el país no existe un control de calidad sistemático, periódico y obligatorio realizado por un laboratorio de referencia independiente. Lo que significa que un cierto porcentaje de exámenes de laboratorio corre el riesgo de no guardar ninguna o muy poca coherencia con la realidad y que los exámenes de un mismo paciente, realizados el mismo día, en dos laboratorios diferentes, pueden dar resultados completamente disímiles.
¿Cuáles son las repercusiones de este problema? La falta de control de calidad genera un porcentaje de falsos positivos y falsos negativos. Es decir, que un paciente puede ser diagnosticado de una anomalía inexistente (falso positivo) o no ser diagnosticado de un problema existente (falso negativo). En el caso que nos ocupa, el primer laboratorio dio cifras anormales catalogándolo como diabético y el segundo cifras normales de glicemia.
Otro de mis pacientes me mostró una serie de placas radiográficas de muy mala calidad, no solo desde el punto de vista de la imagen sino también de las incidencias realizadas. Estas fueron hechas en una clínica privada y merecían definitivamente ser botadas al tacho, y volver a realizar el examen en mejores condiciones. Sin embargo, no solo se las dieron y cobraron, sino que el radiólogo hizo un informe dando por sentado que dicho examen y el diagnóstico eran válidos.
Eran de mala calidad porque probablemente el aparato de radiología no es sometido a un control estricto, obligatorio y periódico. En cuanto a las incidencias, me imagino que fueron realizadas por una persona sin la preparación necesaria y adecuada. El problema del control de calidad en radiología puede ser grave cuando se trata del diagnóstico o tratamiento de ciertas enfermedades como el cáncer. Así por ejemplo, en el caso del cáncer de mama, el éxito de una campaña de despistaje reside en la calidad del mamógrafo y de la lectura de las placas. Es importante insistir en la calidad del mamógrafo porque de ella depende que dicho aparato pueda identificar tumores pequeños (inferiores a 10 milímetros). Si no es sometido a un control sistemático y periódico corre el riesgo de no identificar un tumor de pequeña talla. Alguien preguntará por qué no proporciono el nombre del laboratorio o de la clínica que hicieron los exámenes. La respuesta es muy simple: este artículo no pretende acusar ni buscar chivos expiatorios.
Es importante que el Ministerio de Salud analice la problemática y, conjuntamente con los organismos representativos de los médicos, proponga las acciones adecuadas para resolverla. Los costos serán casi nulos para el ministerio, en la medida en que los propios laboratorios clínicos y los centros de radiología tienen la obligación de pagar dichos controles que definitivamente mejorarán la calidad de los exámenes.
El éxito de esta medida depende generalmente del interés y de la participación de los profesionales. Es necesario que las sociedades científicas de Radiología y de Patología Clínica participen en las discusiones con las autoridades para buscar las soluciones más adecuadas en bien del paciente y de la calidad de los servicios médicos.

martes, 20 de julio de 2010

CONTROL DE CALIDAD EN MEDICINA II

Emilio La Rosa

En diciembre del 2008, publiqué un artículo en estas paginas que analizaba la problemática del control de calidad de los laboratorios clínicos y de los centros de radiología. Más de un año después, es lamentable constatar que muy poco o nada se ha avanzado en estos rubros, debido quizás a que no se tiene una idea exacta de la magnitud de este problema de salud pública, que sigue produciendo diagnósticos erróneos y efectos adversos, contraviniendo uno de los principios fundamentales de la bioética: “primero no hacer daño”.

Dentro de este mismo tema, hoy deseo analizar brevemente la problemática de control de calidad de los equipos de radioterapia y los mamógrafos.
Actualmente el IPEN realiza inspecciones de toda fuente de radiación ionizante en el área industrial, médica, de investigación y enseñanza, entre otros. Dicho trabajo tiene como finalidad « verificar la seguridad radiológica existente en una determinada instalación a través de la revisión de los registros y procedimientos, revisión de las operaciones que se efectúa y de mediciones de los niveles de radiación y/o contaminación que sean necesarias ». Sin embargo, desconocemos la periodicidad y la eficacia de dichos controles, y tampoco se conoce cual es la frecuencia de los efectos adversos provocados por estos equipos. En términos exclusivamente terapéuticos, un equipo de radioterapia sometido a un control deficiente corre el riesgo de aumentar o disminuir la dosis requerida, de distribuirla de forma incorrecta o de dirigir dicha dosis fuera del lugar deseado. Un aumento de la dosis acarrea un incremento de la frecuencia y de la gravedad de las complicaciones post-radioterapia. Una disminución puede traer como consecuencia una destrucción incompleta del tumor canceroso, y una radiación administrada fuera del tumor afecta órganos sanos provocando efectos adversos serios. Todas estas consecuencias son graves y deben ser evitadas a través de un programa estricto, independiente, sistemático, obligatorio y periódico de control, acompañado de un Programa de Tecnovigilancia que permita detectar los eventos adversos. En el Perú, no se sabe actualmente cual es la magnitud del problema, pero empíricamente sospechamos que debe ser serio debido, entre otros, a la deficiencia del control y la evaluación.
Actualmente, el DIGEMID –MINSA ha elaborado un reglamento que permitirá poner en marcha un Plan de Implementación de la Tecnovigilancia, este programa hay que apoyarlo, pero debe paralelamente estar acompañado del control de los equipos arriba mencionado, ya que la Tecnovigilancia se sitúa después del daño provocado por un equipo, lo más importante es evitar ese perjuicio, mejorando el control realizado por el IPEN, proporcionándole los recursos necesarios para su acción.

Referente a los mamógrafos, el problema es más álgido cuando se trata de campañas de despistaje de cáncer de mama, cuyo objetivo es de detectar un tumor de pequeña talla que no halla dado metástasis, ya que un tumor diminuto puede ser extirpado con éxito y las posibilidades de curación son muy elevadas.
Una célula maligna de mama demora alrededor de siete años para transformarse en un tumor de 3 a 5 milímetros de diámetro (talla susceptible de ser detectada por el mamógrafo), y el riesgo de metástasis aumenta conforme crece el tumor, así por ejemplo, un tumor de 7.5 milímetros de diámetro da metástasis en el 4% de casos y un tumor de 35mm en el 50% de casos. Por esa razón, es importante descubrir un tumor lo más pequeño posible. Para que el mamógrafo pueda detectar dicho nódulo es necesario que el equipo esté en condiciones optimas, esos requisitos solo se alcanzan con un mantenimiento y un control sistemático, independiente, obligatorio y periódico. Si dicho control es deficiente o inexistente, el riesgo de que el mamógrafo no “vea” los tumores de pequeña talla es elevado, originando de esta forma diagnósticos errados (evento adverso).

Da la impresión que la problemática de la calidad del sistema de salud no ha sido aún tomada en cuenta por las autoridades y los profesionales de salud, que se encuentran abocados a resolver el arduo y difícil reto del acceso universal a los servicios de salud. Sin embargo, esos dos frentes no son contradictorios, el primero (la calidad) necesita sobretodo voluntad política y participación activa de los profesionales y de las instituciones representativa de los usuarios; el segundo; además de la voluntad política, urge de financiamiento.